jueves, 13 de septiembre de 2012

DESINSPIRACIÓN DESESPERADA

Hay días que me gustaría escribir algo maravilloso. Por ejemplo la historia de la señora Cándida que, a pesar de ser la más guapa y virtuosa de sus amigas estuvo soltera hasta los 74 años por abusar de la lectura de novelas románticas. En lugar de dedicarse a buscar marido, como todas las chicas normales de su edad, gastaba sus horas saboreando las azucaradas pasiones con final feliz de una joven pareja de enamorados en algún lugar de la Toscana. Soñaba con fornidos y valientes aventureros, marineros de brazos poderosos y apuestos pilotos. Nada que ver con la colección de hombres corrientes y molientes que hacían fila cada tarde a la puerta de su casa. A todos rechazaba, a alguno, incluso, más de una vez. Ella no quería un amor ordinario, hecho de paciencia y pequeñas cosas. Cándida deseaba algo más grande, capaz de mantenerla sin respiración el resto de su vida. Esperó y esperó. Leyó y leyó. Y, por fin, una tarde de marzo, mientras tomaba limonada con galletas, su terquedad fue recompensada. Colgando de uno de los manzanos del patio apareció un señor con una enorme sábana de colores atada a la espalada. Cándida lo vio a través de la ventana de la cocina e, inmediatamente, supo que le había llegado el turno. 'Pensé que ya no vendrías' le espetó al colgado desde debajo del manzano.

Otras veces intento contar la historia de Rafaelito al que un día, sin saber cómo, comenzó a perseguirle una bandada de cuervos. A todas partes iban detrás de él, incluso al baño. Se posaban en el borde del labavo, en los toalleros, en los grifos... Y allí le observaban pensativos, mientras que él desalojaba sus miserias. Era completamente imposible deshacerse de aquellas aves agoreras. Había probado casi de todo: desde embadurnarse en vinagre de leche de higuera y otros ungüentos que decían que las ahuyentaban, hasta llevar cagarros de ovejas en los bolsillos y cantos de rivera en los zapatos. Nada funcionaba. Se encerró en casa tres meses con ventanas y puertas atrancadas. Pensó que así los pájaros, a fuerza de esperar, se aburrirían. Sin embargo, eran mucho más tercos de lo que hubiese imaginado nunca. Tras noventa días prisionero allí seguían, aguardándole pacientes.

También quisiera hablar del sorprendente caso de Don Nicolás. Un avezado cazador al que tuvieron que estirpar los testículos a causa de un disparo. Antes, claro, intentaron salvarlos a toda costa. Probaron los más variopintos remedios. Llegaron, incluso, a acudir a aquella puñetera coja con fama de conjurar la luna. Fue inútil. Los huevos se le secaron y acabaron colgándole de la entrepierna como dos gigantescas uvas pasas, moradas y surcadas de arrugadas. Al poco de cortarle aquellos dos pellejos, el hombre comenzó a notar que le crecían los senos. A escondidas se palpaba el pecho y lo sentía pujante, cada vez más hinchado y provocador. Los pezones le ardían y, al roce de algunas camisas o -simplemente- al mínimo cambio de temperatura, se tensaban y cobraban vida. Una mañana mientras estudiaba su nuevo cuerpo ante el espejo descubrió una pequeña gota blanquecina deslizándose ufana y tranquila torso abajo. La recogió con la punta del dedo anular antes de que llegase a alcanzar el ombligo y se la llevó a la boca. 'Sabe a almendras', pensó paladeando.

O que cuando Inocencio vio a Nita por primera vez supo que, justo en ese instante, había empezado a vivir. No de nuevo, sino del todo. Nunca antes la sangre le había corrido con tanta furia ni su respiración había estado tan presente. El corazón le latía en la punta de los dedos, de los veinte y la rodillas se le desmadejaban como si fueran de hilo. Era la criatura más bella que jamás había visto. Hubiese querido decíselo pero no habría sabido cómo hacerlo porque aquella visión le mantenía completamente paralizado. En cambio, permació allí de pie con las liebres sujeteas por las orejas e inncapaz de hacer otra cosa excepto mirarla. '¡Trae p'acá!' exhortó la chiquilla. 'No te quedes ahí parado como un bobo que me estás poniendo el felpudo perdío de sangre'. Le arrebató los animales con un manotazo demasiado fuerte para su estatura y los envolvió en el delantal. Inocencio pestañeó por primera vez en el tiempo que había durado el encuentro y, entonces, recuperó el habla. 'Ten cuidado de no rebanarte un dedo cuando les quietes la pellica, éstas la tienen menos tierna que los conejos.' Para cuando hubo acabado de decir esto el corazón ya le había corrido desde la punta de los dedos a escondérsele detrás de las orejas.

Todo esto escribiría de no ser porque me huyen los finales. Juegan conmigo al escondite hasta hartarme y, así, derrotada acabo diciendo que mirando un realitry en la tele me pregunto si no me echarías algo en el café. Una de esas pócimas mágicas que anulan voluntades. Bien es cierto que no estaba demasiado bueno. Y ardía. Sin embargo, no me creo que te alcance a tanto el atrevimiento. He observado tus ojillos tras los cristales, pequeños y curiosos. No, no lo has hecho. Pero, increiblemente, me sorprendo pensando en ti. De mucho en cuando ¿Qué es lo que ha cambiado de pronto si no ha sido el café? ¿Quizás fue el limonchelo? No pudieron ser las verduras, aunque luego te resultasen pesadas. Incluso he vuelto a recordar el paseo que me diste sobre tu montura roja. La ciudad y la noche. A lo mejor la culpa la tiene el solomillo con torta.

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