Me permitirán hoy que, por capricho, les lleve a uno, si no el más, de
mis lugares favoritos... Macondo. Primero una aldea de barro y caña brava...
Después, un pueblo al otro lado del océano fundado por la familia Buendía. Es
un sitio ardiente y abrasador, cenagoso, arruinado... Pero lleno de historias
fantásticas. Allí la hipérbole alcanza todo su esplendor. La realidad se encoge
y se estira... Y el tiempo se vuelve redondo, así que no precisarán llevar
relojes.
En Macondo los hombres procrean gozosamente hasta la ancianidad, los
espíritus hablan y las alfombras vuelan. Se comen sabrosas bananas y tortas de
cal. En la taberna de Catarino pidan una taza de café amargo, les resucitará
los recuerdos. Y no se olviden de visitar el laboratorio y la platería. Debajo
- y es un secreto- hay enterrados tres sacos de lona con 7214 doblones de a
cuatro.
En el aire flotan las supersticiones y un tremendo olor a pólvora y, por
orden del Corregidor, Don Apolinar Moscote, todas casas están pintadas de azul,
excepto la del patriarca José Arcadio que, todavía hoy, permanece en el patio
amarrado a un castaño.
En Macondo nació el temible
coronel Aureliano Buendía, un gigante
capaz de almorzar medio cabrito y marchitar las flores con sus ventosidades.
Promovió y perdió 32 levantamientos militares y tuvo diecisiete hijos varones
con diecisiete mujeres diferentes. Ninguno logró alcanzar los 5 años. También
allí vive Remedios la bella que sólo sale para ir a la iglesia y siempre
envuelta en un misterio de mariposas amarillas. Los hombres que han tenido el
honor de verla han quedado locos y extasiados o muertos accidentalmente. Así
que: tengan cuidado.
Si viajan en marzo podrán conocer al viejo Melquiades y la tribu de
gitanos trotamundos que le acompañan. Regresa al pueblo una vez al año cargado
con sus pergaminos en sanscrito y sus fierros mágicos. Lo mismo que el circo,
donde los vecinos conocieron por primera vez el hielo.
Durante la estancia es probable que sufran de insomnio, se les coma una
manada de hormigas o la locura les haga estragos. No les dije que el viaje es
muy muy largo: cien años nada menos. Los suficientes para enfermar de soledad.
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