No me gusta la vainilla. Se me hace un sabor absurdo. Indiferente
a todos los paladares. Completamente prescindible. Repito: no me gusta la
vainilla. Tampoco las rubias; mucho menos si son naturales. Detesto los magos:
sus trucos baratos, sus blancos conejos… Sin chistera son bajitos y ordinarios. Los
franceses de Toledo me dan alergia. Lo mismo que guardar colillas en los
bolsillos. Odio tender dos calcetines en la misma pinza –nunca jamás se secan –
y colgar las camisas por las costuras –se deforman, dejan de ser las mismas-
¡No me gusta correr! Aborrezco el deporte. Creo firmemente que las pelusas no
son animales de compañía. Igual que las cucarachas. Me agobian las familias
numerosas encajadas en torno a una mesa diminuta y considero que los hombres
con tacones resultan, cuanto menos, ridículos. Me resisto a dormir noche tras noche
entre sábanas revueltas, así es imposible soñar. No creo en los parasiempres con límites ni en
sentimientos de papel. Mucho menos en príncipes azules: destiñen.
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