Tantos viernes hablando de
lugares de otros que, hoy, quisiera llevarles a uno mio: El Valle de los
espejos. Está ahí mismo, casi a la vuelta de la esquina, y muy lejos… A veces
es el paraíso y, otras, el infierno. Un día es luminoso y blanco. Puro, limpio.
Y al siguiente negro y oscuro como el mayor de los abismos. Allí las luces son
sombras y entre las tinieblas, enredado, puede verse el sol. Sólo deberían
arriesgarse los viajeros más osados, los más intrépidos y bravos. No es porque
el camino sea complicado, no. Es porque se precisa un corazón de piedra, duro
como un cancho. De hielo. Nada de almas frágiles y delicadas, de esas que se
creen mariposas. Esas que se abstengan, les cortarán las alas.
En este valle no hay flores,
sino espejos. Y ninguno devuelve el reflejo correcto. Todo es lo contrario,
nunca lo que debería. Exagerado a menudo, deformado, encogido o estirado en
función del cristal con que se mire. La realidad es gorda o flaca, según el
vidrio. De modo que cuidado con el que
eligen. También con los senderos.
Pues aquellos despejados y en apariencia rectos esconden trampas y peligros.
Miren bien por dónde pisan y, sobre todo, cuiden lo que dicen. Les puede
resultar una tontería, pero les aseguro que no lo es. El eco, el suyo propio,
podría traicionarles.
Acurrucados en la angostura
pastan lobos que son corderos. Y allá, en los montes, acechan las ovejas, todas
en fila, esperando por si la presa en un descuido tropieza. Vuelan las
serpientes en busca de águilas que les resuelvan la cena. Los campos de trigo
devoran ratones. Los minutos duran horas y rostros bellísimos guardan cogotes
pavorosos.
No debes, no puedes nunca visitante
por el camino darte la vuelta. Al menor descuido: ¡zás! ¡Puñal entre costilla y
costilla! Y recuerden: han de huir si ven alguna mariposa. Les advertí que aquí
no sobreviven. Son buitres campeando.
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