El Barrunta era una tonto de Alburquerque que hablaba con los pájaros. Murió el año pasado habiendo visto sólo una película en toda su vida: “Los Santos Inocentes”. Nació en una casucha con el suelo en carne viva y las paredes llenas de postillones. Compartía cama con dos hermanos más. A él, como era el más chico le tocaba dormir en el medio, con la cabeza a los pies del catre. Encajado así, en un complejo rompecabezas humano, el Barrunta pasaba las noches escuchando los autillos de las lechuzas desde el campanario. Le llamaban así porque iba siempre por las calles meditabundo, con el ceño fruncido y las manos hundidas en los bolsillos, como aquel que andaba descifrando algún entuerto complicadísimo. “¿Qué vas barruntando?”, le preguntaba la gente al verle pasar. Y Barrunta se le quedó. El Barrunta fue a la escuela sólo unos cuantos años y lo único que aprendió fue a garabatear su nombre, el verdadero. Contaba hasta cinco, los dedos que tenía en una mano, y, después, vuelta a empezar. Como no valía para nada el pobre se pasaba los días corriendo por la dehesa, de encina en encina iba el tonto persiguiendo palomos y perdices. Los pantalones los llevaba zarrapaos y llenos de costurones de tanto subirse a los árboles en busca de nidos. Imitaba el sonido de las aves y de verás parecía que hablaba con ellas. Por hacerle una broma pesada le regalaron un polluelo negro y moribundo que resultó ser un cuervo, pero el Barrunta le había amaestrado tan bien que le seguía a todas partes soltando graznidos a diestro y siniestro. Una tarde que andaba recostado a la sombra de un canchal se le acercó un mozo con muy buena planta y, pronunciando mucho las eses, le contó no sé qué de que era actor y estaba haciendo una película con fulanito de tal sobre una cosa que había pasado en su pueblo y en todos los pueblos de España, claro. Decía que los paisanos le habían contado que sabía entenderse con los pájaros y estaba interesadísimo en que le instruyera en ese arte. También quería aprender a andar desgarbado y, teniendo los dientes blancos y relucientes, mandarse hacer una dentadura como la suya, retorcida y llena caries. Se llamaba Paco Rabal y estaba empeñado en que el idiota le vendiese los harapos que llevaba por traje. El Barrunta no comprendía nada, pero sus cortas entendederas le chivaron que aquel era un buen negocio. El tal Paco le compró la ropa, olor y remendones incluidos, por un precio que no valía ni de lejos. Y, encima, le regaló otro traje mucho más elegante con coderas y rodilleras para que se arrastrase a gusto detrás de las perdices. Pasaban casi todas las horas del día juntos, menos cuando el Barrunta se iba a dormir que ya cuatro no cabían en la cama. El tonto enseñaba encantado y con devoción lo poco que sabía, incluso un truco que aprendió de su abuelo para que no se agrieten las manos. Tan buen maestro resultó ser que al cabo de unas pocas semanas el señorito estirado que había llegado de la capital acabó transformado en un pobre paleto que no sabía hacer la o con un canuto. Un buen día llegó una caravana interminable de coches y hombres que andaban dando órdenes y gritos por todas partes. Durante tres o cuatro meses pusieron el pueblo patas arriba. Rodando aquí y allá. Primero en este sitio y luego en este otro. Al Barrunta como era amigo del tal Paco le dejaban andar a su aire, siempre y cuando no tocase nada y se mantuviera bien calladito. El día en que colgaron al del pelo engominao de una encina, se fueron todos. Ya habían terminado, decían. Y, de nuevo, volvió el silencio. Al cabo de casi un año, mandaron llamar al Barrunta para que, por favor, le diese el placer a un señor que no conocía de nada de a ir a ver a una película que iban a poner en un cine de Zafra. Un coche fue a buscarle a la puerta el día señalado y el tonto se encontró de buenas a primeras rodeado de gentes finas, con tacones de aguja y corbatas. Menos mal que él tenía un traje la mar de elegante ¡y con sus coderas! Un señor amabilísimo le acomodó en una butaca bien cerquita de la pantalla y, allí, cuando apagaron todas las luces, se encontró a su amigo Paco corriendo por los campos con sus viejas ropas, llamando a los pájaros y orinándose por los rincones. "¡Mira qué bien aprendió lo de mearse en las manos!", pensó el Barrunta.
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