
Tengo un problema, un problema muy grave y no es de ahora que es de siempre. A menudo no logro ver más allá de mi propia nariz. Me ocurre una cosa bastante extraña, y es que el tiempo se me para en un instante, los pensamientos pasan lentamente por mi cabeza, saludándose con la mano, pero sin conseguir encajar para razonar de fomar correcta. Pierdo la visión panorámica y me quedo ensimismada en un punto, en el más pequeño, el más insignificante, el menos importante. Es justo entonces cuando me quedo ciega. Una blancura resplandeciente comienza a nacer en mis ojos para invadirme entera, como a los pobres personajes de Saramago, esos que se contagiaban la ceguera y fueron condenados a vivir entre sus miserias. El sonido se apaga y un pitido constante cruza de lado a lado mis oídos. Todo gira y el suelo se abre bajo mis pies… Definitivamente he perdido el norte. Intento andar a tientas, pero sin variar la dirección en ningún momento, siempre fija, siempre terca. Aunque me equivoque. Y a pesar de no ver nada me empeño y me enfundo la capa de superheroína que llevo en el bolso, y salgo corriendo para coger impulso y echar a volar sin calcular que la caída será dolorosa. Aunque parezca mentira por un segundo consigo remontar el vuelo, mantenerme en el aire, suspendida sólo por las ganas. Pero eternamente caigo. Sólo en el suelo, sólo cuando me palpo los moratones abro por fin los ojos y me doy cuenta de que siempre choco contra el mismo muro: mi mala cabeza.
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