miércoles, 19 de noviembre de 2008

ATARDECER

En las habitaciones interiores ya es necesario prender la luz. Lo sé porque acabo de bajar de la mía. Pero en la terraza todavía se ve. Y lo que veo me impulsa a tomar cuaderno y pluma para borrarle el blanco a unos pocos renglones. De manera que aquí estoy a los pocos minutos, de regreso, encaramado a una silla vieja con el asiento ajedrezado en cuerda, mirando cómo se apaga un día de otoño en el cerro cordero y las laderas próximas que miran al pueblo. A la derecha, dos paseantes de última hora se difuminan con andar cansino sobre la raya gris de la calleja larga. No tardarán en regresar. En las huertas de la vega de la conceja trajina todavía una figura de oscuro, recomponiendo un cañizo de flores amarillas que, a la caída de la tarde, destacan como un lampadario en la penumbra de una ermita. Más arriba, en el rincón derecho del cuadro de visión, la silueta blanca de la quinta, como un barco varado en la cresta ondulada de una ola de parras y arbustos medianos, se va tornando grisácea A su izquierda, el redondel verdoso de un pino dibuja un lunar oscuro en la falda del cerro que le sirve de fondo. Desde debajo de su copa, tranquila y maciza, se levanta de vez en cuando un balido que habla de soledades. Algo más cerca, detrás de los arcos de la conceja, por donde la silueta de negro camina ahora empujando una carretilla al ritmo de los gemidos de la rueda mal engrasada, el cañaveral del regato se ha vestido de color amarillento. Las higueras también, como de oro viejo. Sobre ellas, como una nube vertical, flota la mancha de un laurel centenario. En la huerta que mira al cordel, junto al regato, deambulan algunas vacas siguiendo el compás espaciado de sus campanos. Y entre las campanadas, como reclamando la cuota de protagonismo que le corresponde, se intercala el balido lastimoso de un carnero viejo. Poco a poco, los prados de donde crecen los cerros han ido adquiriendo tonalidades diferentes, más claro aquél, más oscuro éste. De pronto aparecen, como si fueran los ojos de un lince gigantesco, dos faros que se acercan despacio atrapados en el renglón de tierra del cordel. Su avance lento va borrando momentáneamente la sombra de ambas cunetas. Pero tras él, enseguida, la tiniebla vuelve a cerrarse. En el cielo, azulísimo, varios dardos de plata dibujan arañazos desordenados con sus estelas de vapor, haciéndole imaginar a uno destinos idílicos. O no. El coche sigue aproximándose, y el barrido de sus faros provoca el ladrido de varios perros que se alertan mutuamente a través de la distancia. Son las seis de la tarde. Acaban de sonar las campanas. Ya no tienen el sonido de antaño, pero en una tarde como la de hoy, vuelven a tocar a nostalgias. Apenas queda una cinta amarilla que enrasa por arriba el horizonte que todo lo envuelve, y que, poco a poco, va cerrando el día. En la parte izquierda, perezosa, una columna de humo fluye ondulada hacia arriba desde detrás de la cerca de piedra de un huerto. Alguien quema el pasto y la rama, después de asear los lindones o las potreras de los olivos. El olor de la lumbre, del humo, llega intacto a la terraza, con el regusto íntegro a quema de otoño, trayendo consigo el crepitar de la leña menuda. Sobre la silueta de los cerros se perfilan, más estilizados a cada minuto que pasa, los contornos de encinas, pinos y retamas, como centinelas recortados del fondo amarillo que se va difuminando paulatinamente. La orquesta del atardecer cambia de pronto su cadencia, y sobre el acorde de los ladridos, cada vez más lejanos, se acerca nítido hasta la terraza el campanilleo de las esquilas de un grupo de ovejas que vagabundean rodeando la circunferencia de ladrillo rojo del pozo que se asoma al regato, junto al puente de cantería, rebuscando los últimos brotes comestibles con las cabezas gachas. El campanario desgrana el segundo toque. El sonido reverbera unos instantes en la atmósfera, sobre los tejados; luego parece rodar sobre la hierba y, por fin, asciende la pendiente de los cerros para silenciarse definitivamente en el naranja del ocaso. Al extinguirse el campaneo, el silencio repentino deja al descubierto el ladrido de un perro solitario, que, sorprendido, calla enseguida. Desde abajo, de la cocina, me llega el gorgoteo casero de la fritura, y enseguida el olor a presas de tocino hirviendo en aceite asciende las escaleras de la terraza como una niebla de sabores para ensalivarme la boca. Mientras tanto, alguien ha sacado tres o cuatro perros a campear en un prado próximo, que corretean persiguiéndose entre ellos. Un hombre y una mujer salen de la huerta de las noras. La cancilla suena a ruido de llaves, de clausura. Una pareja de perros de majada, ociosos, los despiden con sus ladridos de trueno, desde la fragorosidad de sus fauces. El carnero viejo también los despide. O quizás los esté llamando. De pronto, en la postal, se produce una agitación sonora. Como si los músicos se hubieran levantado, finalizado el concierto, e hicieran sonar los instrumentos sin ningún orden al tropezar con ellos golpeándolos en su salida apresurada. El coro de perros vuelve a ladrar con alteración renovada. Los campanos de las vacas tocan a rebato mientras las esquilas de las ovejas ponen el contrapunto agudo y el carnero viejo hace vibrar el aire con berridos cortos, graves. A media altura estalla el griterío de mirlos y hurracas que buscan acomodo en la arboleda sombría. Y en la cocina continúa el borboteo del aceite hirviendo. Sabores, olores y sonidos conforman una estampa bucólica, la postal viva de un atardecer zarceño y otoñal. Es la algarabía que precede a la calma definitiva. La columna de humo ya se ha extinguido por completo, aunque queda su rastro suspendido, un penacho transparente navegando entre dos aguas. La figura de negro que trajinaba cerca de la conceja también ha desaparecido, y los perros que campeaban en el prado. El silencio es ahora casi perfecto, sólo acuchillado, de vez en cuando, por el “miau” de un mochuelo invisible. Levanto la vista del cuaderno para recoger la última luz, pero ya casi no queda. La pareja que salió de la huerta pasa bajo la terraza. Y por encima, los primeros murciélagos surcan el cielo como una lluvia de piedras. Los renglones del cuaderno se han oscurecido de repente, y apenas puedo distinguir el rastro de la pluma. Hay que dejarlo ya. Al descender la escalera, cada peldaño es una meseta sembrada de recuerdos que germinan. Acaba de atardecer el otoño en Zarza, mientras recuerdo las palabras inmortales del poeta: “...La misma noche que hace blanquear los mismos árboles, nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos…”
(Tomado prestado. Gracias papá)

5 comentarios:

Esteban Álvarez Marcos dijo...

Felicidades, impecable. Lo he contemplado, lo he oído, lo he olido, lo he sentido... Lo he vivido!

Keydeth dijo...

Tienes un meme-concurso de mi parte, pásate por mi blog a recogerlo cuando quieras.

Keydeth dijo...

Tienes un premio en mi blog para ti, pasa a recogerlo cuando quieras :)

Derrochadora Encubierta dijo...

Entro esperando que llegue el amanecer, y poder de nuevo leer...Pero veo que sigue la tarde en el ocaso.

Me ha gustado mucho, a ver si le añades más entradas al blog, que merecen la pena detenerse, sentarse y leer.

Francisco José Najarro Lanchazo dijo...

¿Hss desaparecido?