lunes, 22 de agosto de 2011

NACÍ CON 28 AÑOS...

Nací con 28 años, tres riñones y una ochenta de sujetador. Tenía una abundante y larga mata de pelo de pelo negro y rizado, aunque luego, poco a poco, se empezó a caer a borbotones. Amenazaba con cumplirse una de las muchas profecías de mi madre: “¡Será pelona!”. Era una noche de verano, once de agosto de 2010, y la canícula se mostraba insoportable. Televisiones, radios, periódicos y medios digitales anunciaban una terrible ola de calor que venía de África dispuesta a achicharrar sin el más mínimo pudor la Península Ibérica. En Extremadura, tierra de rigores, los termómetros alcanzaban récords históricos y hasta las encinas se desesperaban en las dehesas. Cuarenta y cinco grados caían uno tras otro sobre los cogotes la tarde que mi padre se puso de parto. Decidieron que sería así por compartir. Mi madre ya había dado a luz a mis hermanos pequeños y no estaba dispuesta a pasar de nuevo por lo mismo, de modo que aquel buen hombre, cincuentón y cano- ninguna de las dos cosas era producto de la otra- se ofreció solícito a alumbrarme. Creo que no lo pensó bien. Sólo cuando los esfuerzos se revelaron en su verdadera dimensión comprendió la dificultad de tan tamaña empresa. Sin embargo, era demasiado tarde. Yo me anunciaba escandalosa y no había más remedio que traerme al mundo. Mucho antes de mi llegada el milagroso progenitor había comenzado a experimentar las deformaciones propias del trance: le aumentaron los pechos, se le escondieron las caderas y la barriga le creció de forma exagerada dejando muy pocas opciones al ombligo. Los sábados tenía antojos de cocido. Garbanzos, chorizos, huesos de jamón y demás ingredientes del guiso traían más tarde sus consecuencias. Los vapores inundaban la casa y se paseaban a sus anchas por la cocina, el salón, las habitaciones… Incluso subían y bajaban libremente las escaleras que conectaban las dos plantas de la vivienda. Todo se envolvía en un nimbo entre verde y marrón que obligaba a mi madre a dejar durante días las ventanas abiertas en contra de su más firme voluntad. Por la casa contigua pasaron en ese tiempo numerosos inquilinos, igual aquellos pucheros sabáticos tuvieron mucho que ver con las mudanzas. También le cogió gusto a la jardinería. Hortensias, rosales, trompetones y un jazmín perezoso que florecía mal y a contratiempo comenzaron a brotar en el patio de atrás. Cuando no se le ocurría qué sembrar siempre plantaba geranios. No conseguía hacer la siesta si no era viendo documentales de la segunda cadena, así que, durante el tiempo que duró mi gestación se convirtió en todo un experto sobre el mundo animal. Le fascinaban las jirafas con sus lunares marrones salpicando en forma de perfecto mosaico el pelaje amarillo y ese cuello tan largo, resultado más del empeño que de la evolución. Se negaba a entender cómo aquellas enormes criaturas eran capaces de arrojar a la vida a sus crías desde tan alto. “¡Qué barbaridad!”, solía decir cada vez que presenciaba a través de la pantalla semejante acontecimiento e inmediatamente elevaba los ojos al techo como si allí estuviera escrita la explicación a este asombro de la naturaleza. Quizá alguna vez planeó por su cabeza la idea de parirme de pie, pero de esto no estoy tan segura.

1 comentario:

Jose Gomez Cualquiera dijo...

Me encantó, siempre pense que tenias talento, lo que no pensé nunca que tendrías tanto!