miércoles, 8 de julio de 2009

LA VIEJA DE LLERENA

Dicen que el secreto de mi profesión es contar las cosas de forma breve, concisa y clara. A mí me lo han repetido hasta la saciedad: “cuéntalo como si se lo contaras a tu abuela”. Sin embargo, a pesar de haberlo escuchado un sinnúmero de veces, no acabo de recordarlo. Llevo seis años luchando por domesticar mi vocubulario y mi exceso de lírica para poder adaptarlo a formatos que, hace ya mucho, se inventaron unos señores bastante más listos que yo. Si los grandes periodistas de la Historia levantaran la cabeza se sonronjarían al verme luchar por calzar a mis frases entradillas, sumarios y titulares. Las estructuras se me antojan demasiado rígidas, como casi todo en esta vida, y paso los días obsesionada por ablandarlas a base de latigazos gramaticales. Pocas veces lo consigo y debo soportar entonces una vez más que me repitan la consigna mágica: “cuéntalo como si se lo contaras a tu abuela”. Mi compañero Jesús, que cada día escribe a mi lado y soporta estoicamente mis ataques de retórica y rebuscamiento, ha cambiado la sentencia por una mucho más extremeña y salerosa: “pa que se entere la vieja de Llerena”. Cada vez que dejo volar mis dedos de palo por el teclado imagino a esta buena señora mondando narajas mientras sigue con la mirada atenta las noticias por el televisor. Intento entonces elegir las palabras más precisas y simples que me quepan en un minuto para contarle, por ejemplo, que la dama de pelo rojo que reina en mi ciudad ha decidido desterrar fuera de las murallas, por arisco y gruñón, al enano barbudo que le aseguraba el número trece, la suma única y maravillosa. Que ahora, justo en verano y cuando más prieta el calor, han vuelto los terciopelos, los corsés y los sombreros coronados por tiesas plumas a invadir las plazas adormiladas por la siesta. Que, probablemente, dentro de unos años deba pagar más por encender la luz porque unos señores que andan todo el día enchaquetados y en corbata se han empeñado en cerrar una central nuclear que da de cormer a cientos de bocas. Que los albañiles no pueden trabajar más de siete horas mientras dure la canícula so peligro de tener que aguantar a un inspector de trabajo preguntón y sobornable a partes iguales. Que ha muerto el Rey del Pop, un chico negro que se cambió la piel de color y que no quería crecer por nada del mundo. O que los tabaqueros del oeste necesitan un permiso de los jerifaltes europeos para seguir plantando. Ya he dicho antes que no se me da bien la síntesis y, mucho menos, la transparencia. Nací translucida y moriré, sin remedio, opaca. Así que siempre acabo toreando sútilmente los tiempos y las formas para contar las cosas enrevesadas. Creo que cualquier día de estos viajaré hasta Llerena para pedirle a la vieja que escriba mis noticias. Yo, a cambio, le pelaré las naranjas.